¿Se imaginan si las personas funcionáramos cual automóviles? (No decimos “movilidades”, porque movilidad tiene todo aquello que se mueve). Si las personas de a pie fuésemos automóviles, mereceríamos espacios para transitar cumpliendo normas viales para no chocar unos con otros. Pero, los transeúntes nos la pasamos jugando a los autos chocadores, teniendo que resignar el paso a los vehículos, pues carecemos de las ventajas que poseen ellos. Veamos, cuando caminamos por las calles sorteamos empujones, pisotones o cruces bruscos con otros peatones e incluso con máquinas, apostadas en las aceras que están sobreocupadas por vendedores, adivinos, vivanderas, cambistas de moneda, carretillas, monos, coches estacionados, etcétera, ocasionando que el peatón baje a la calzada a riesgo de ser atropellado.
Cuando caminamos por las calles sorteamos empujones, pisotones o cruces bruscos con otros peatones e incluso con máquinas, apostados en las aceras. Somos ese sujeto que no es cuidado por el conductor y su motorizado, que está olvidado por la Movilidad Urbana.
EL PEATÓN, ESE OLVIDADO CIUDADANO
El peatón, ese olvidado personaje de las calles, ¿existe realmente o es solo producto de nuestra imaginación? Quizá sea un necesario instrumento para los politiqueros en temporada de campaña, pues se lo utiliza para pegar afiches, repartir panfletos, emitir votos. Más tarde, se lo necesita para cobrarle impuestos, ponerlo a trabajar en puestos clave y para llenar parques y calles en los días de regocijo general decretados repentinamente por los gobiernos de turno en los llamados Día del peatón y la bicicleta.
Al parecer, el último grito de la moda ecologista es destinar dos o tres jornadas al año para preservar el aire de la contaminación ocasionada por el flujo de gases tóxicos provenientes de los motorizados y, de esa manera, permitir al ciudadano solazarse con la naturaleza, pasear en bicicleta, caminar, hacer deporte o comer a sus anchas en las calles, parques o lugares previstos para el magno fin.
Aquellos días son, por decir así, los únicos cuando alguien o algún grupo organizador piensa en el ciudadano de a pie (aunque buscando rédito político o económico), puesto que durante las últimas décadas, en que supuestamente ha llegado el desarrollo, el peatón o peatona, hombre o mujer que se transporta a pie, se ha convertido en un ser sin derechos humanos dentro de un grupo anónimo. Durante el resto del año puede vérsele por las calles de ciudades troncales del país, abigarrado entre multitudes, sediento y sudoroso bajo el implacable sol o arropado bajo el crudo frío, intentando circular con paradójica dignidad e incierta seguridad por aceras aledañas a mercados malolientes, aceras plagadas de basura y sospechosos malvivientes.
Con el crecimiento de las ciudades ha llegado también el olvido para la persona, pues da la impresión de que ahora se piensa más en la comodidad del automóvil que transita por las avenidas que en la seguridad y satisfacción del ciudadano que se desplaza caminando. Para el tránsito de vehículos se ha asfaltado vías, se las ha provisto de semáforos, se ha construido puentes y monumentales pasos a desnivel descuidando la seguridad de los peatones. No se respeta el paso de cebra, pero se respeta el semáforo; lo que nos muestra que a los choferes, públicos y particulares, les falta educación vial.
Muchas calles y avenidas no tienen aceras aunque implícitamente existan; en la mayoría de los casos éstas no figuran en el Plan regulador, pero las tenemos ahí, olvidadas o descuidadas, sucias, con baches y promontorios de tierra ante la indiferencia de las autoridades municipales y de los propietarios de viviendas. Si los municipios no se sienten capaces de mejorar la situación, deberían hacer cumplir la norma que responsabiliza a los propietarios ocuparse de cuidar la fracción de acera que les corresponde.
Ante el arribo de la estación primaveral, se espera que ciudades, jardines y parques retoñen en mágica conjugación de colores y aromas que engalanen el medioambiente para vivir bien, pero penosamente nos encontramos con que las aceras no mejoran, tampoco el uso que se les da. Por el contrario, desde hace años va incrementando el caos al multiplicarse el comerciante informal, hasta el colmo de subdividir las aceras para techarlas y de ese modo convertirlas en espacios comerciales, de uso exclusivo de propietarios, que vaya a saberse de qué privilegios gozan para apropiárselas indefinidamente y con la aquiescencia de las autoridades. Como ejemplos tenemos los centros de las ciudades de Cochabamba, Santa Cruz, La Paz y otras. La realidad de las aceras en el casco viejo y en los barrios son dos historias diferentes que contar, pues algunos barrios, dependiendo de la capacidad económica de sus habitantes, lucen hermosas y hasta coquetas; mientras que otras inspiran lástima y ganas de escapar.
Tanto en época invernal, impregnada del humo por chaqueos, entrelazada con el viento y la arenilla que se cuela por todos los resquicios posibles, como en otras épocas, los peatones importan muy poco, excepto a fin de mes, cuando deben cumplir con sus obligaciones como pago de impuestos, servicios, pensiones de colegiatura, emisión de votos a favor de algo o alguien, pero ¿qué de su salud, su dignidad, su autoestima?
Es así cómo, transitar a pie en ciudades por barrios supuestamente urbanizados, con calles supuestamente atendidas con el dinero de los impuestos, podría sumirnos en una profunda depresión o motivarnos las ganas de pasear disfrutando de cuidados paisajes.
El peatón, ese olvidado personaje de las calles, ¿existe realmente o es solo producto de nuestra imaginación? Quizá sea un necesario instrumento para los politiqueros en temporada de campaña, pues se lo utiliza para pegar afiches, repartir panfletos, emitir votos. Más tarde, se lo necesita para cobrarle impuestos, ponerlo a trabajar en puestos clave y para llenar parques y calles en los días de regocijo general decretados repentinamente por los gobiernos de turno en los llamados Día del peatón y la bicicleta.
Al parecer, el último grito de la moda ecologista es destinar dos o tres jornadas al año para preservar el aire de la contaminación ocasionada por el flujo de gases tóxicos provenientes de los motorizados y, de esa manera, permitir al ciudadano solazarse con la naturaleza, pasear en bicicleta, caminar, hacer deporte o comer a sus anchas en las calles, parques o lugares previstos para el magno fin.
Aquellos días son, por decir así, los únicos cuando alguien o algún grupo organizador piensa en el ciudadano de a pie (aunque buscando rédito político o económico), puesto que durante las últimas décadas, en que supuestamente ha llegado el desarrollo, el peatón o peatona, hombre o mujer que se transporta a pie, se ha convertido en un ser sin derechos humanos dentro de un grupo anónimo. Durante el resto del año puede vérsele por las calles de ciudades troncales del país, abigarrado entre multitudes, sediento y sudoroso bajo el implacable sol o arropado bajo el crudo frío, intentando circular con paradójica dignidad e incierta seguridad por aceras aledañas a mercados malolientes, aceras plagadas de basura y sospechosos malvivientes.
Con el crecimiento de las ciudades ha llegado también el olvido para la persona, pues da la impresión de que ahora se piensa más en la comodidad del automóvil que transita por las avenidas que en la seguridad y satisfacción del ciudadano que se desplaza caminando. Para el tránsito de vehículos se ha asfaltado vías, se las ha provisto de semáforos, se ha construido puentes y monumentales pasos a desnivel descuidando la seguridad de los peatones. No se respeta el paso de cebra, pero se respeta el semáforo; lo que nos muestra que a los choferes, públicos y particulares, les falta educación vial.
Muchas calles y avenidas no tienen aceras aunque implícitamente existan; en la mayoría de los casos éstas no figuran en el Plan regulador, pero las tenemos ahí, olvidadas o descuidadas, sucias, con baches y promontorios de tierra ante la indiferencia de las autoridades municipales y de los propietarios de viviendas. Si los municipios no se sienten capaces de mejorar la situación, deberían hacer cumplir la norma que responsabiliza a los propietarios ocuparse de cuidar la fracción de acera que les corresponde.
Ante el arribo de la estación primaveral, se espera que ciudades, jardines y parques retoñen en mágica conjugación de colores y aromas que engalanen el medioambiente para vivir bien, pero penosamente nos encontramos con que las aceras no mejoran, tampoco el uso que se les da. Por el contrario, desde hace años va incrementando el caos al multiplicarse el comerciante informal, hasta el colmo de subdividir las aceras para techarlas y de ese modo convertirlas en espacios comerciales, de uso exclusivo de propietarios, que vaya a saberse de qué privilegios gozan para apropiárselas indefinidamente y con la aquiescencia de las autoridades. Como ejemplos tenemos los centros de las ciudades de Cochabamba, Santa Cruz, La Paz y otras. La realidad de las aceras en el casco viejo y en los barrios son dos historias diferentes que contar, pues algunos barrios, dependiendo de la capacidad económica de sus habitantes, lucen hermosas y hasta coquetas; mientras que otras inspiran lástima y ganas de escapar.
Tanto en época invernal, impregnada del humo por chaqueos, entrelazada con el viento y la arenilla que se cuela por todos los resquicios posibles, como en otras épocas, los peatones importan muy poco, excepto a fin de mes, cuando deben cumplir con sus obligaciones como pago de impuestos, servicios, pensiones de colegiatura, emisión de votos a favor de algo o alguien, pero ¿qué de su salud, su dignidad, su autoestima?
Es así cómo, transitar a pie en ciudades por barrios supuestamente urbanizados, con calles supuestamente atendidas con el dinero de los impuestos, podría sumirnos en una profunda depresión o motivarnos las ganas de pasear disfrutando de cuidados paisajes.
El peatón, ese olvidado personaje de las calles, ¿existe realmente o es solo producto de nuestra imaginación? Quizá sea un necesario instrumento para los politiqueros en temporada de campaña, pues se lo utiliza para pegar afiches, repartir panfletos, emitir votos. Más tarde, se lo necesita para cobrarle impuestos, ponerlo a trabajar en puestos clave y para llenar parques y calles en los días de regocijo general decretados repentinamente por los gobiernos de turno en los llamados Día del peatón y la bicicleta.
Al parecer, el último grito de la moda ecologista es destinar dos o tres jornadas al año para preservar el aire de la contaminación ocasionada por el flujo de gases tóxicos provenientes de los motorizados y, de esa manera, permitir al ciudadano solazarse con la naturaleza, pasear en bicicleta, caminar, hacer deporte o comer a sus anchas en las calles, parques o lugares previstos para el magno fin.
Aquellos días son, por decir así, los únicos cuando alguien o algún grupo organizador piensa en el ciudadano de a pie (aunque buscando rédito político o económico), puesto que durante las últimas décadas, en que supuestamente ha llegado el desarrollo, el peatón o peatona, hombre o mujer que se transporta a pie, se ha convertido en un ser sin derechos humanos dentro de un grupo anónimo. Durante el resto del año puede vérsele por las calles de ciudades troncales del país, abigarrado entre multitudes, sediento y sudoroso bajo el implacable sol o arropado bajo el crudo frío, intentando circular con paradójica dignidad e incierta seguridad por aceras aledañas a mercados malolientes, aceras plagadas de basura y sospechosos malvivientes.
Con el crecimiento de las ciudades ha llegado también el olvido para la persona, pues da la impresión de que ahora se piensa más en la comodidad del automóvil que transita por las avenidas que en la seguridad y satisfacción del ciudadano que se desplaza caminando. Para el tránsito de vehículos se ha asfaltado vías, se las ha provisto de semáforos, se ha construido puentes y monumentales pasos a desnivel descuidando la seguridad de los peatones. No se respeta el paso de cebra, pero se respeta el semáforo; lo que nos muestra que a los choferes, públicos y particulares, les falta educación vial.
Muchas calles y avenidas no tienen aceras aunque implícitamente existan; en la mayoría de los casos éstas no figuran en el Plan regulador, pero las tenemos ahí, olvidadas o descuidadas, sucias, con baches y promontorios de tierra ante la indiferencia de las autoridades municipales y de los propietarios de viviendas. Si los municipios no se sienten capaces de mejorar la situación, deberían hacer cumplir la norma que responsabiliza a los propietarios ocuparse de cuidar la fracción de acera que les corresponde.
Ante el arribo de la estación primaveral, se espera que ciudades, jardines y parques retoñen en mágica conjugación de colores y aromas que engalanen el medioambiente para vivir bien, pero penosamente nos encontramos con que las aceras no mejoran, tampoco el uso que se les da. Por el contrario, desde hace años va incrementando el caos al multiplicarse el comerciante informal, hasta el colmo de subdividir las aceras para techarlas y de ese modo convertirlas en espacios comerciales, de uso exclusivo de propietarios, que vaya a saberse de qué privilegios gozan para apropiárselas indefinidamente y con la aquiescencia de las autoridades. Como ejemplos tenemos los centros de las ciudades de Cochabamba, Santa Cruz, La Paz y otras. La realidad de las aceras en el casco viejo y en los barrios son dos historias diferentes que contar, pues algunos barrios, dependiendo de la capacidad económica de sus habitantes, lucen hermosas y hasta coquetas; mientras que otras inspiran lástima y ganas de escapar.
Tanto en época invernal, impregnada del humo por chaqueos, entrelazada con el viento y la arenilla que se cuela por todos los resquicios posibles, como en otras épocas, los peatones importan muy poco, excepto a fin de mes, cuando deben cumplir con sus obligaciones como pago de impuestos, servicios, pensiones de colegiatura, emisión de votos a favor de algo o alguien, pero ¿qué de su salud, su dignidad, su autoestima?
Es así cómo, transitar a pie en ciudades por barrios supuestamente urbanizados, con calles supuestamente atendidas con el dinero de los impuestos, podría sumirnos en una profunda depresión o motivarnos las ganas de pasear disfrutando de cuidados paisajes.
El peatón, ese olvidado personaje de las calles, ¿existe realmente o es solo producto de nuestra imaginación? Quizá sea un necesario instrumento para los politiqueros en temporada de campaña, pues se lo utiliza para pegar afiches, repartir panfletos, emitir votos. Más tarde, se lo necesita para cobrarle impuestos, ponerlo a trabajar en puestos clave y para llenar parques y calles en los días de regocijo general decretados repentinamente por los gobiernos de turno en los llamados Día del peatón y la bicicleta.
Al parecer, el último grito de la moda ecologista es destinar dos o tres jornadas al año para preservar el aire de la contaminación ocasionada por el flujo de gases tóxicos provenientes de los motorizados y, de esa manera, permitir al ciudadano solazarse con la naturaleza, pasear en bicicleta, caminar, hacer deporte o comer a sus anchas en las calles, parques o lugares previstos para el magno fin.
Aquellos días son, por decir así, los únicos cuando alguien o algún grupo organizador piensa en el ciudadano de a pie (aunque buscando rédito político o económico), puesto que durante las últimas décadas, en que supuestamente ha llegado el desarrollo, el peatón o peatona, hombre o mujer que se transporta a pie, se ha convertido en un ser sin derechos humanos dentro de un grupo anónimo. Durante el resto del año puede vérsele por las calles de ciudades troncales del país, abigarrado entre multitudes, sediento y sudoroso bajo el implacable sol o arropado bajo el crudo frío, intentando circular con paradójica dignidad e incierta seguridad por aceras aledañas a mercados malolientes, aceras plagadas de basura y sospechosos malvivientes.
El peatón, ese olvidado personaje de las calles, ¿existe realmente o es solo producto de nuestra imaginación? Quizá sea un necesario instrumento para los politiqueros en temporada de campaña, pues se lo utiliza para pegar afiches, repartir panfletos, emitir votos. Más tarde, se lo necesita para cobrarle impuestos, ponerlo a trabajar en puestos clave y para llenar parques y calles en los días de regocijo general decretados repentinamente por los gobiernos de turno en los llamados Día del peatón y la bicicleta.
Al parecer, el último grito de la moda ecologista es destinar dos o tres jornadas al año para preservar el aire de la contaminación ocasionada por el flujo de gases tóxicos provenientes de los motorizados y, de esa manera, permitir al ciudadano solazarse con la naturaleza, pasear en bicicleta, caminar, hacer deporte o comer a sus anchas en las calles, parques o lugares previstos para el magno fin.
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